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Es viudo, tiene tres hijos y lo llaman «el John Lennon del túnel», la vida de un artista callejero adorado por una ciudad

Es viudo, tiene tres hijos y lo llaman «el John Lennon del túnel», la vida de un artista callejero adorado por una ciudad

Hace dos décadas que Ernesto Matarozzo canta canciones de los Beatles en el túnel de la estación de Villa Ballester. Hace un año quisieron desalojarlo y los vecinos resistieron: lo adoptaron como un elemento más del patrimonio cultural. La historia de un cantante que solo quiere dedicarle tiempo a sus hijos, la gente y el túnel

Era la primera vez que Gonzalo pasaba por ahí. Por el rock nacional que sonaba en sus auriculares se filtraba una canción de los Beatles. La acústica del túnel de la estación de tren vencía a la música que había elegido. Venía de Bella Vista: se dirigía a entregar un trabajo en Villa Ballester. Sus prioridades cambiaron. Se liberó los oídos y se entregó a la imprevisibilidad de la calle: le dedicó tiempo, interés y una módica suma de dinero a Ernesto Matarozzo y su guitarra. Lo mismo le sucedió a Sofía. Lo mismo le pasa a Guillermo hace diez años.

El desfile de piernas y urgencias es frenético. El túnel es una vía de escape: la gente llega para irse. Entre ese desvarío de voluntades que siempre están huyendo, hay un artista que reclama atención, que invita a quedarse, como si fuera un ejercicio de reflexión de la utilidad del tiempo y de contemplación de los hechos satelitales de la realidad. A veces consigue que una persona se detenga en el torbellino de pasos. Gonzalo, Sofía y Guillermo se estacionaron en esa vía de paso rápido: querían escuchar más de Ernesto, el John Lennon del túnel de Villa Ballester.

Él conforma una parte más del paisaje, un retazo del decorado del túnel. Vive envuelto en una metáfora: permanece horas en un lugar de transición, la gente pasa y él queda, los años se acumulan y él subsiste. Lleva veinte años haciendo lo mismo en el mismo lugar. «Cuando no está se siente su ausencia, es como un vacío. Pero cuando vas entrando al túnel y escuchás la guitarra, sentís que es un día normal», convalida Guillermo, que jura que a veces se anima a cerrar los ojos para imaginarse en Liverpool.

Su historia dibuja una línea cíclica. Nació el 8 de noviembre de 1970 en Vicente López, se mudó a Billinghurst a los cinco años y después se radicó en Villa Ballester. Recuerda, de sus primeros años, que cuando se levantaba a la mañana para ir a la escuela escuchaba Penny Lane en el programa de Héctor Larrea. «Mi infancia fue maravillosa: me crié entre las gallinas de la casa de mi abuela y el amor por los animales. Viví muchas cosas lindas, aprendí a tener amigos. Se escuchaba John Lennon en mi casa. Aprendí el amor por la música y que algún día iba a ser el líder de una bandita». Tocó en Conexión número cinco, en El Éxodo, se enamoró de su pareja, el grupo se disolvió, se volvió a unir, se terminó de romper.

Su período de bandas se diluyó hacia finales de siglo. Entró al túnel por primera vez en diciembre del ’98. «Acá antes no había nada. No había una sola lamparita, no estaba pintado y hasta dormía gente. Llegué y empecé a hacer música, a cantar en inglés, algo que era inusual para un músico callejero. Desde el primer día lo tomé como un trabajo». Lo que se acuerda de ese primer día fueron los dos pesos con cincuenta centavos que recaudó.

Los Beatles cambiaron todo: la cultura pop, la vestimenta, la forma de pensar de los chicos, un mundo que venía de guerras, de ostracismo, de intolerancia

Son dos décadas y contando. De su infancia ambientada por canciones de John Lennon hasta ser su representante en un rincón del conurbano. Ernesto es para Ballester el John Lennon del túnel. «Me quedó acá, para siempre. Cierro el círculo de mi vida y a la vez no: es como un espiral. Yo intento que el espiral no se detenga». Él siente que es un elemento más de la dinámica diaria: «Es como que yo cumplo una función. Está el guarda del tren, está el que se gana la vida, está el soldado jubilado sentado. Yo le doy música a la gente. Las personas que pasan se van con un tema en la cabeza. Y al que le gusta mucho me deja una monedita».

Ernesto tiene su bicicleta azul, una guitarra criolla desmejorada, una imagen impresa de Jesús y su banquito de tela verde. Guarda todo en su funda negra. Habla y se recluye en su guitarra para explicar sus argumentos. Recurre a la lírica de los Beatles para esclarecer sus pensamientos. Es uno de esos artistas que no puede evitar narrar una historia sin cantar sus partes. Destina horas de su vida a su túnel, un espacio con buena acústica e interferencias del paisaje urbano: vendedores a menos de treinta metros que vociferan y castigan su música, más el ruido del devenir de vecinos que circulan. Cada tanto, una mano se extiende hacia su funda y le retribuye el arte. Cada tanto también se escucha «grande, maestro«.

Ernesto es una eminencia en Villa Ballester. Traduce el reconocimiento de la gente en paz. «No es fama o arrogancia. Es paz, porque sabés que hiciste las cosas con las manos limpias. Eso es lo que valora la gente. Podría estar en otro lado, dedicarle tiempo a otro lugar. Y no: yo vine y le di 20 años de mi vida a este lugar. La gente diría que no hay una razón, pero sí la hay. Son ellos mismos los que tienen que verse reflejados en mí. Porque acá hay un pibe que está tocando música todos los días, todos los días. Y al aceptarme, creo que se terminaron aceptando ellos mismos».

En noviembre de 2017, un altercado constató el clamor popular del cantante callejero. «Venía a tocar otro pibe que se hacía pasar por mí. La gente estaba confundida. A veces faltaba y venía este pibe. Un día se me ocurre decirle ‘che, me estás cagando el lugar’. Como vengo del siglo XX, cuando había valores y códigos, empecé a notar que en el siglo XXI algunas mafias perdieron el código. Y como perdieron el código de barras, se lo tuve que escanear, digamos. Resulta que discutimos y allá, del otro lado del túnel, había un polizonte, un federal. Dos días después de esa pelea aparecieron dos policías sin placas con una citación de un juzgado y con una falsa denuncia. Me trajeron vergüenza acá a mi túnel, quisieron manchar mi persona. A la tarde vine con la gacetilla y se las mostré a todos. La gente estuvo conmigo. Una chica estuvo juntando firmas para mandarla a la departamental. Querían hacer una marcha pero les pedí que no. Después vino gente de la municipalidad porque querían declararme ‘ciudadano ilustre’. Les dije que no. A mí me gusta estar acá».

No alcanza la plata pero la gente es generosa. Mientras sea así, a mí me alcanza como persona. Trato de acumular horas que se vuelvan dinero

A Ernesto quisieron desalojarlo. Sus fieles anónimos se movilizaron para evitar la censura de un artista enraizado, adoptado por la ciudad. La asimilación cultural y el peso histórico de los veinte años de los Beatles en la voz de Ernesto impidieron su expulsión del túnel. «La gente quiere que siga estando, que siga viniendo, que siga aportando mi cuota de música», describe. Cada día se lleva los pocos pesos que pudo rescatar y la idea de que «lo hice un día más». El dinero que junta no le alcanza, pero valora la generosidad de la gente. «Conocí mucha gente buena. Me invitaron a cantar a cumpleaños, fiestas, eventos. Me ayudaron a crecer: me pasaron datos, temas para que escuchara, me enseñaron a cantar en inglés, me enseñaron la fonética. Fui aprendiendo de ellos y ellos de mí. Aprendieron que un pobre también puede aprender y cantar bien. Porque no soy rico, soy pobre», aclara.

Su casa queda a pocas cuadras de la estación donde canta. Al mediodía, después de su jornada matutina en el túnel, va a buscar a sus tres hijos al colegio. El más chico tiene 8 y toca la batería. La del medio tiene 12 y es fanática de la historia. La más grande tiene 16 y su talento es el dibujo. Vive con su madre, una pequeña jubilación y la pensión de sus padres. «En el colegio a veces me tratan mal porque saben que soy el ‘John Lennon del túnel’ y creen que no es una profesión digna para un padre. Trato de lucharla lo más decentemente que puedo. Hace algunos años la gente opinaba mal de mí, me decían vago y que vaya a laburar, algunos me gritaban imperialista porque canto en inglés», relata.

Ernesto es viudo: su esposa falleció en 2010 de un ataque de asma fulminante. Murió en sus brazos. La pérdida fue como saltar al vacío, dice. «Tuve que confiar mucho en mi Dios, en la gente que ya me seguía. Me hizo más fuerte, tuve que aprender a ser padre de golpe. Fuimos creciendo juntos con mi familia. Al tener esta experiencia, tuvimos que crecer todos juntos. Me marcó mucho, hasta el día de hoy. Muchos me dicen ‘¿por qué no te buscás otra mina?’. Por mis hijos doy todo. Quiero estar con ellos. Quiero dedicarle el tiempo a mis hijos, al túnel y a la gente. No tengo tiempo para otra cosa».

No hay otra cosa para Ernesto. Su casa, el colegio y el túnel. Su guitarra desvencijada y su humilde bicicleta. La carga de una paternidad con 250 pesos diarios. La honestidad de un artista callejero que eligió eternizarse en un único metro cuadrado, que busca embellecer el paso de los urgentes y dejarles un tema en su subconsciencia. A veces consigue capturar la atención de uno. Gonzalo dejó los auriculares en el bolsillo y, en mitad de la escalera y esquivando la marcha de los apurados, se detuvo a escuchar. El John Lennon de Villa Ballester cantaba «imagine all the people, living for today«.

Ernesto Matarazzo en su lugar: dentro del túnel de la estación Villa Ballester del tren de la línea Mitre. Planea lanzar un disco que será gratuito
Ernesto Matarazzo en su lugar: dentro del túnel de la estación Villa Ballester del tren de la línea Mitre. Planea lanzar un disco que será gratuito

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