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Recuerdo vivo de Esteban Peicovich: un sabio que probó hasta qué punto el periodismo puede ser una de las Bellas Artes

Recuerdo vivo de Esteban Peicovich: un sabio que probó hasta qué punto el periodismo puede ser una de las Bellas Artes

De obrero de un frigorífico a escritor estrella y maestro de tres generaciones. Este jueves se presenta su último libro, que no llegó a ver publicado

«El poema se hace con relámpagos. El cuento, con fotografías. La novela, con agujas de tejer»
(Esteban Peicovich, 1929–2018)
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La noticia, que acaso se hace con esas tres cosas, alerta: el jueves 15 de noviembre a las seis de la tarde, en Menéndez Libros, Paraguay 431, Santa María de los Buenos Ayres, el autor Jorge Monteleone presentará dos libros de Esteban Peicovich: Poemas plagiados y Soliloquio: éste, cuya edición Peico –así lo llamamos siempre en las humosas redacciones de antaño, de sabiondos y suicidas– no llegó a tener en sus manos…

De familia obrera–obrera (padre Andrés, madre María, gente de obligado sudor), él mismo pasó años –doce– pesando carne en un frigorífico de Berisso: un poeta con las manos, manazas, hundidas en animales muertos, como una forma de purificación por el trabajo, castigo bíblico…

Pero leía con la fiebre del que sabe que ha sido llamado para, algún día entre los días, dominar las veintisiete teclas (sin contar los siglos) de los señores Underwood u Olivetti, y arrancarle música excelsa.
No es cuestión, aquí, de copiar Wikipedia. El Día, Clarín, La Razón. Las cuatro entrevistas a Perón y la irreverencia del saludo–debut:
–Hola, Perón.
Pero es cuestión sí, y obligación, recordar quién y qué fue Peico para los más o menos pibes, más o menos muchachos que empezábamos en este oficio con más balbuceos que certezas. Fue el gran maestro. El espejo. La bronca de no ser como él nunca jamás.
Y aquí quiero y debo ser autorreferencial: un pecado…, según los que poco a nada tienen que referir.

Corrían los primeros años de plomo, los setenta. Peico vivía en España, y de pronto fue corresponsal allá de la editorial Atlántida en sus años de oro. Y cayó en manos de un coordinador hiperquinético que lo llamaba Buenos Aires–Madrid ignorando la diferencia horaria. Es decir, lo martirizaba. Le pedía «para hoy» crónicas kilométricas o entrevistas imposibles. «Buscá, corré, hacé, mandá, llegá para el cierre, rataplán, plán, plán». Y yo, que no lo conocía face to face pero había agotado cada nota firmada, y como tantos de mi generación quería ser… no como él: al menos como su sombra, sonreía. Porque lo imaginaba sonriendo ante esa ametralladora incesante. Porque ya había urdido cabeza, cuerpo y final de la nota en segundos.
Durante esos años sólo tuvimos un contacto directo. No recuerdo a qué estúpido funcionario nacional y popular se le ocurrió proponer que nosotros, el pueblo, comiéramos carne de pingüino, animalito bello e inocente si los hay.

Al toque pergeñé una página 3, breve editorial de cada semana, en la que adopté el frac y la pechera de un pingüino y pregunté, doliente, por qué querían matarme.

Ignoro qué íntima fibra de Peico tocó ese texto. Pero sí recuerdo el final del télex que me mandó sobre mi último golpe de tecla: «Sólo un poeta, un funámbulo cojo, es capaz de esa elegía. Bienaventurado por temblar así, para que el Apocalipsis se retrase». Para mí, inolvidable medalla de oro.

Segundo round. Decidido a escribir su magnífico libro Borges, el palabrista, me pidió auxilio:
–En España no hay mucho material. ¿Podrás mandarme algo?
–Sí, capitán.
Me zambullí en el archivo y en mi memoria –ya había entrevistado al viejo inmortal unas cuantas veces–, copié, fotocopié, recorté, y fue hacia Madrid poco menos que un cajón rebosante de Borgesía.
Télex de respuesta:
Gracias por tu hermandad en este oficio sin hermanos.
Si alguien de esta cofradía es capaz de definirla mejor, que hable ahora… o calle para siempre.

Tercer round. ¡Peico en persona! Retornado, entra en mi oficina de Atlántida. Alto (muy), profundos ojos celestes, porte de escritor ruso, algo así como Nabokov sin su red de atrapar exóticas mariposas, me da un libro y se va.

Fina encuadernación: cuero verde oscuro. Doscientas página… ¡en blanco! Y al final, este desafío: «Para que las llenes con el libro que nos debés».
Nunca más nos vimos. En el dos mil escribí mi primer libro firmado –escribí otros diez sólo con la escuálida leyenda Textos: Alfredo Serra– No en vano seleccioné medio centenar de entrevistas a escritores y lo titulé Así hablan los que escriben. Un modesto pero justo modo de saldar mi deuda con el maestro.

Más allá de cuanto se lea y diga el jueves, tiro esta botella al mar para los jóvenes oficiantes de esa ceremonia llamada Periodismo, aunque sus ídolos sean otros. «¡¡¡No se pierdan a Peico!!!

Busquen sus libros. Aprendan letra y música. Y en tal caso, no me den las gracias: nobleza obliga.

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Adiós al palabrista Esteban Peicovich

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